El Gran Publicitario
Ultimamente llevo una vida muy ajetreada. Al lector, a tí, eso no te importa demasiado. Dios, menuda forma de empezar la entrada, parezco José Ramón de la Morena. Voy al grano. Cuando uno llega a casa después de una jornada eterna le apetecen ciertas cosas. Una de ellas es cenar algo, para recuperar fuerzas. Y ya que te sientas en frente de la televisión pues oye, ¿por qué no encenderla? Sabes que probablemente te arrepentirás de ello a los pocos minutos, pero tampoco entraña tanto riesgo. Salvo que estalle, cosa francamente improbable.
Y lo primero que te encuentras es un reality show maravilloso como "Gran Hermano". Apasionante, sin duda. No voy a entrar a valorar lo que es telebasura y lo que no, o incluso si existe la telebasura, pero dejando esto al margen "Gran Hermano" tampoco parece ser un ejemplo de calidad televisiva. Optas por cambiar de canal, a ver si hay algo más de suerte. Y acabas en la Primera (ahora conocida como la Uno), viendo un capítulo de "Cuentame como pasó", posiblemente la serie mas forzada y alargada artificialmente del actual panorama televisivo. Aún así, al menos hay actores que merecen la pena y que todos conocemos, y está cuidada en general. Eso sí, nos engañan. Juegan con nuestros sentimientos. Hace dos capítulos que Franco iba a estirar la pata, y aún estoy esperando. Que listos son en la Uno.
Pero cuando estaba vislumbrando la luz al final del túnel, con Blanca Portillo y Ana Duato de la mano, ocurrió una cosa que no me esperaba: se fueron a publicidad. Así, sin un beso antes ni nada. Y además no indicaron el tiempo que iban a tardar en volver, lo cual fue un tremendo "charco" de agua fría. 15 minutos mínimo, con dos cojones. Así que me fui a Cuatro. En Polanco TV terminaba un capítulo de House, al que empiezan a quemar de manera alarmante, y comenzaba otro. Repetido sí, pero oye, menos da una piedra (o Shark). A los cinco minutos ya se habían ido a publicidad en Cuatro. Fue horrible.
Es entonces cuando empiezas a pensar que, efectivamente, hay un Gran Hermano que te vigila por un agujerito, que intenta venderte colonias para regalarlas en Navidad, y que no tiene ningún tipo de escrúpulos. Y volví a el, volví a Telecinco. Regresé al Gran Hermano, convencido de que tendría algo que explicarme, alguna disculpa, el por qué de su extrema crueldad. Me encontré con una Mercedes Milá cada vez más pasada de vueltas, pidiendo a gritos la jubilación, unos concursantes sobreactuados (más de lo usual) y promociones para el móvil de dudoso gusto. En lugar de encontrar respuestas, mi maltratada cabeza se llenó de incógnitas. Me salían interrogantes por las orejas, a borbotones. Cuando estaba al borde del colapso, Mercedes dió paso a publicidad. Oh Dios.
En lugar de cortarme las venas con el cuchillo de la cena, sentí una inesperada paz interior. Encontré por fin el sentido de la vida (televisiva). No es otro que aguantar anuncios, uno tras otro, sin escapatoria posible. Ni el zapping es capaz de librarte de esa espada de Damocles sobre nuestras cabezas, ese gran ojo publicitario "money-maker" que todo lo ve. Y apagué la tele. Vi mi mirada reflejada en la pantalla. Vi mis ojos, volviendo lentos pero seguro a sus órbitas. Me vi guapo, pero eso no viene al caso. Y me vi a mi mismo como una marioneta a merced de vertiginosos spots de 30 segundos.
Pero no me arrepiento. Todo esto me ha servido para una cosa, he aprendido la lección. Tengo que oler como Beckham, hacerme algún arreglillo en Corporación Dermoestética, conducir un coche con el que mi vida sea plena y comprarme un móvil con el que pueda hacer fotos de 145 megapíxeles, con videollamadas, mensajes multimedia y navaja suiza incorporada.
Mi vida ya tiene sentido.
Y lo primero que te encuentras es un reality show maravilloso como "Gran Hermano". Apasionante, sin duda. No voy a entrar a valorar lo que es telebasura y lo que no, o incluso si existe la telebasura, pero dejando esto al margen "Gran Hermano" tampoco parece ser un ejemplo de calidad televisiva. Optas por cambiar de canal, a ver si hay algo más de suerte. Y acabas en la Primera (ahora conocida como la Uno), viendo un capítulo de "Cuentame como pasó", posiblemente la serie mas forzada y alargada artificialmente del actual panorama televisivo. Aún así, al menos hay actores que merecen la pena y que todos conocemos, y está cuidada en general. Eso sí, nos engañan. Juegan con nuestros sentimientos. Hace dos capítulos que Franco iba a estirar la pata, y aún estoy esperando. Que listos son en la Uno.
Pero cuando estaba vislumbrando la luz al final del túnel, con Blanca Portillo y Ana Duato de la mano, ocurrió una cosa que no me esperaba: se fueron a publicidad. Así, sin un beso antes ni nada. Y además no indicaron el tiempo que iban a tardar en volver, lo cual fue un tremendo "charco" de agua fría. 15 minutos mínimo, con dos cojones. Así que me fui a Cuatro. En Polanco TV terminaba un capítulo de House, al que empiezan a quemar de manera alarmante, y comenzaba otro. Repetido sí, pero oye, menos da una piedra (o Shark). A los cinco minutos ya se habían ido a publicidad en Cuatro. Fue horrible.
Es entonces cuando empiezas a pensar que, efectivamente, hay un Gran Hermano que te vigila por un agujerito, que intenta venderte colonias para regalarlas en Navidad, y que no tiene ningún tipo de escrúpulos. Y volví a el, volví a Telecinco. Regresé al Gran Hermano, convencido de que tendría algo que explicarme, alguna disculpa, el por qué de su extrema crueldad. Me encontré con una Mercedes Milá cada vez más pasada de vueltas, pidiendo a gritos la jubilación, unos concursantes sobreactuados (más de lo usual) y promociones para el móvil de dudoso gusto. En lugar de encontrar respuestas, mi maltratada cabeza se llenó de incógnitas. Me salían interrogantes por las orejas, a borbotones. Cuando estaba al borde del colapso, Mercedes dió paso a publicidad. Oh Dios.
En lugar de cortarme las venas con el cuchillo de la cena, sentí una inesperada paz interior. Encontré por fin el sentido de la vida (televisiva). No es otro que aguantar anuncios, uno tras otro, sin escapatoria posible. Ni el zapping es capaz de librarte de esa espada de Damocles sobre nuestras cabezas, ese gran ojo publicitario "money-maker" que todo lo ve. Y apagué la tele. Vi mi mirada reflejada en la pantalla. Vi mis ojos, volviendo lentos pero seguro a sus órbitas. Me vi guapo, pero eso no viene al caso. Y me vi a mi mismo como una marioneta a merced de vertiginosos spots de 30 segundos.
Pero no me arrepiento. Todo esto me ha servido para una cosa, he aprendido la lección. Tengo que oler como Beckham, hacerme algún arreglillo en Corporación Dermoestética, conducir un coche con el que mi vida sea plena y comprarme un móvil con el que pueda hacer fotos de 145 megapíxeles, con videollamadas, mensajes multimedia y navaja suiza incorporada.
Mi vida ya tiene sentido.